EXTERIORIZARNOS
by Enric Canet
En un artículo en “El País” con el títular “El día que Barcelona renegó de los balcones” se reflexiona sobre por qué esta ciudad tiene tan pocos balcones y terrazas. Se apuntan diversas razones, algunas de índole económico y normativo y otras de índole sociológico.
Sin embargo, una de las que más me llamó la atención es la que apunta a la agresividad del espacio exterior, el tráfico, el ruido, la fealdad y la ausencia de espacios públicos, especialmente en los años 60 y 70, cuando no solo no se construían, sino que se creaba un muro protector. Era una frontera impermeable con pequeñas aberturas, donde se dejaba entrar la luz pero no el paisaje urbano.
La proclamación de Barcelona como sede de los juegos olímpicos de 1992 fue una increíble oportunidad para transformar la ciudad urbanísticamente, como ya sucedió con la Exposición Universal de 1929.
Una de las zonas de la ciudad que se vio más afectada fue la zona industrial del barrio de Icaria. La construcción de la “Villa Olímpica” se vio como la oportunidad de regenerar la zona, construir equipamientos, grandes espacios públicos y abrir la ciudad al mar, después de décadas viviendo de espaldas a él.
La paradoja fue que, una vez finalizadas las casi 2000 viviendas, la mayoría no disponían ni de balcones ni de terrazas.
Preguntados a los responsables del proyecto por esta curiosa circunstancia, su respuesta fue que, con la creación de un entorno urbano amable, anchas calles y avenidas llenos de vegetación, jardines y plazas públicas y una conexión fluida con la playa, se pretendía que la gente saliera de su casa, disfrutara y se socializara en un entorno urbano privilegiado.
Es decir, dos razonamientos de signos opuestos utilizados para determinar una misma solución. Esto que podría ser una anécdota local, se constata en todas las grandes ciudades del mundo. Es la falta de espacios externos en los edificios: cientos y cientos de bloques donde una tiene la sensación de que sirven para aparcar la vida, pero no para vivirla.
Y la razón principal para que esto suceda es que básicamente la vivienda es entendida como un activo económico y no de bienestar.
Un estudio de una famosa marca de distribución y venta de muebles realizado durante la pandemia nos dice que el 38% de la gente querría tener un jardín o un espacio exterior en su casa.
También señala que un 53% cambiaría de casa aunque supusiera estar más lejos del trabajo, si esto comportara tener más espacio exterior y más contacto con la naturaleza. El estudio constata también el impacto que ha tenido el confinamiento para la salud física y mental de las personas y concluye que las viviendas no están pensadas para nuestro bienestar emocional.
Los espacios externos son esenciales en este aspecto. De hecho, ya en los años 30 se dieron cuenta de la importancia de la higiene, la ventilación y la luz solar para la mejora de la salud.
Hoy, la pandemia los ha revalorizado como un elemento imprescindible, no solo para la salud, sino, también, para el bienestar.
Ahora entendemos que estos espacios intermedios, híbridos que nos conectan con el exterior, con la naturaleza, con el paso del tiempo, con las horas del día, con las estaciones y, en definitiva, con la vida, son un activo determinante para la salud emocional de todas las personas.